En mi mapa hay un río
plateado de luna, muchas mañanas de montaña; hay un lago, nieve, cascadas y un sendero, y ese pequeño arroyo, que desembocaba en un embudo inmenso, de bosque y acantilado, que era el mundo entero.
Hubo un mes de febrero; un día siete; pétalos de rosa, una nota manuscrita y el llanto eterno. El amor dialogaba en las orillas; tardes donde se perdía la noción del tiempo, entre siestas y soles, y confesiones de cuaderno.
Tres Puntas, mi espacio; universo infinito. Fue la calle
Juez del Valle, al pie de un cerro, en tardes de otoño y noches de víspera de un nuevo comienzo; fue esa misma calle en una primavera perenne, y flotando libres, tantos veranos de río. Fue una tarde en
Brown al 300, donde recuperamos años de distancia. Y varios después, en una mañana de cumpleaños, que perpetúa una
"no me olvides"...
Las cero horas de un nuevo cumpleaños, en el
Arrayán de los juramentos...
Fue noche de
Alquimia en
Curruhinca, y el mismo día entre
Cerezos, después de una ruta de postal y lagos que me devolverían de regreso. A vos.
Se reunieron un sinfín de lunas, un día veintinueve, en noviembre, cuando lo imaginado fue: truenos, rayos; verdad. Y una esquina de adiós en la calle
Peña.
Y fue del amor que no fue, o sí; colmado de incógnitas y laberintos que aún congojan. Fueron muchas noches de
Melo y Bustamante, cerca de esa
dulce esquina que años más tarde llegaría. Fue un siete, sí un siete en el mes de mayo, cuando fui consciente; que era para siempre, y que no sería nunca. Hasta aquel veinticuatro, en ese febrero último y eterno.
Y fue tu voz en un teléfono y mis silencios. Y el asfalto que todo lo supo, que hoy calla un presente y recuerda. Nada nada me aviso que en
Aráoz, que alcanzaba la vista de un parque
Las Heras, sería nuestro refugio, nuestro barco; nuestra isla; desde aquella
posada de sol en un mar de a dos, donde el hechizo comenzó. Serían días eternos en
Melipal, y en una torre alta cuando ya apremiaba el tiempo. Y
Frey nos tuvo y nos dejó lejos.
Y sé que fue frente a un río, iluminado de luna, llenos de latidos de espera -desde aquel domingo en el Puerto- y de víbridos infinitos, que la magia fue verdad. Y en un
Rincón y
Mitre un adiós tácito que aún perdura. Sólo esa calle lo vio, lo sabe, cuando en aquella tarde de domingo gris e invierno, confrontó amor y desaliento; difuso ya que a pocos metros hubiésemos sido transportados a una cápsula sin tiempo. Todo el amor del mundo perpetuado en un espejo.
Y sí, fue también ahí, en
Colón. En tu esquina. En tu lugar en el mundo.
Y aunque no estuvieses cerca desde hacía demasiado, un día en
Verona cerca de la tumba de Giulietta, y en una tarde de café veneciano. En un tren de campiñas, y amarillos, colinas y verdes, y celeste azulado.
Hablan también las de los adioses. Me habla una esquina de avenidas en
Almagro. Un tren a
Torcuato, cerca de una casa rosa, testigo de todo aquel verano
ochenta y seis, procurando olvidarte.
Una terraza de noche, de mayo, con ceniceros colmados, donde pactaríamos aquel "catorce" antes de los besos infinitos y de ese año juntos que aún nos conserva...
Una tarde en
Palermo, era septiembre, descifrando planetas, llenos de sol; un ascensor al infinito, fuimos los dos uno en aquellos instantes, imantados, etéreos, ausentes del resto, vivos. Incongruente final sin fin.
Fue el patio de los naranjos, un jardín de Praga, una biblioteca, una ventana y un concierto. Y más tarde vendría: la primavera, una mañana de pájaros, las calles de mi infancia, mirando al revés de otros tiempos, y el adiós sin vestigios, sin tregua, en una esquina de sol en
Palermo.
Qué ángulos, qué escenarios y atardeceres serán los testigos. Qué mañana todavía protagonizaremos.