Después de "Moravia"
no me permitieron volver con Nicolás. Aunque Silvia, la psiquiatra asignada cuando la dejé, supiese ya la historia tanto como Nicolás, hubiera preferido no
perder tanto tiempo en narrarla. Nicolás lo había vivido a la par mía, casi
inmediatamente después de lo acontecido. Eso era lo que quería evitar: empezar
de cero.
-Jorgito era hijo de mi
papá, de otro amor, de otra mujer, María Gracia. El rol de padre lo ejercía
otro, Luis. La ficción era completa. Su madre lo mantuvo
alejado de la verdad hasta los dieciocho años, edad en que de improviso e
intempestivamente lo abrumó con su versión de la historia. Su verdad. La trama, que él
recapitularía más tarde de a pedazos, y que no podría completar hasta varios
años después, lo hizo abordar los hechos quizás tarde. Mi papá ya no estaba
vivo. Él se solía justificar diciendo que "había estado Jorgito a la
misma distancia de Salcedo, que Salcedo de Jorgito". Pero le dolía. Yo
sé que lo lamentaba. Tarde pero lo lamentaba. En noviembre del noventa
y nueve, quiso conocer a sus hermanos. Casi al azar optó por mí, la mayor. Me decía que no había
juntado el valor en su momento, las fuerzas, las ganas, la necesidad imperiosa
de saberlo todo, de conocer al menos uno de los motivos que justificase tanta
mentira, tanto ocultamiento, tanta negación. Tal vez él no fue el
culpable, quizás todo recae sobre mi madre, si después de todo me entregó para
la crianza a mis abuelos, me supo decir. Le había inventado un
padre, una historia que no era, y así sin medir el tamaño de las consecuencias,
mientras él miraba una película de mi papá (ignorándolo) había irrumpido
diciéndole: acercate a él, es tu verdadero padre... Fueron muchos los años
que pasaron hasta que él comenzó a reconstruir su propia historia, esa que le
robaron. Que no dejaron ser. A través de algunas
revistas que guardaba celosamente, conocía mi rostro y el de mi hermano menor.
Coleccionó nuestras fotos, sabía nuestras edades y cumpleaños... Pero fue nuestro tío, el
hermano de mi papá, quien le completó la verdad. Ya no recuerdo cómo me contó
que logró ubicarlo, a él y a mis tres primas. No había sido hijo de una
aventura y nada más. Eran seis los años que habían compartido mi padre y su
mamá. Un día sintió, que a
quien debía conocer era a mí. Lo amé desde el primer
momento. Fue verlo y que todo recobrase un sentido. Verlo y confirmar que un
hermano podía ser también un amigo, un par, un confidente. Ambos nos sentimos
desde el comienzo almas gemelas. No existían secretos
entre nosotros, nos adorábamos. Disfrutábamos de cada instante juntos. Todo se convirtió en un
antes y un después de ese encuentro, ya nada nos iba a separar. Nadie podría
imaginarlo... Mi hermano menor, nunca
lo quiso conocer. Fue su decisión. Yo le insistí en que lo hiciera durante ocho
años. Jorge sin embargo, tenía
pensado darle todo el tiempo necesario.
Tal vez fui yo la
verdadera víctima de todo...
Me encerraron.
Casi no podía soportar la
vida ante la sola idea de no verlo nunca más. Desde aquel dieciséis de
abril en que supe que había abrazado un tren, sentí que una mitad me
faltaba.¿Podría con el tiempo
superar, camuflar tanto dolor y dejarlo por fin descansar? Era mi hermano, mi espejo,
mi mejor amigo. Habíamos sido tan felices
desde el primer encuentro... No había nada que opacase
el brillo que juntos emanábamos. ¿Podrá alguien hacerme
entender, que fue él, quien decidió a sus cuarenta y dos años, aquella fatídica
tarde de abril, terminar sus días en aquellas vías? Fue exactamente veinte
años y dos días después de la muerte de mi padre. El que él no llegó a conocer
jamás.
Un mes después, junto a
Ciru, Cass, Fiorella y Álvaro, pactamos un "intercharqueando".
Había que cruzar el río, llegar a Montevideo.
Sentí que Jorge me permitía continuar viviendo...
Teníamos una gran
sintonía alcanzada a través de nuestros escritos. Todos nos leíamos. Todos
escribíamos. La magia del mundo
cibernético que une tanto como aisla... Antes de vernos, sabíamos
prácticamente todo, el uno del otro. Yo con la poca energía
que me quedaba logré impulsar el encuentro. Fue muy emotivo y movilizante,
porque las distancias suelen desfigurar la realidad y fomentar la utopía. No
fue así. Mientras el tiempo
transcurría y se acercaba la hora de la despedida. Dolía por anticipado. Con Álvaro fue un
"hasta pronto" con un nudo en la garganta. Me había pedido no abriese
los regalos, ni leyese las dedicatorias hasta hallarme embarcada. Ciru viajaba
conmigo. Hubo lágrimas. Más
lágrimas. Las dedicatorias, los
libros y el disco "Sansueña", decían mucho más de lo que yo ya
sentía. Sin embargo él, desde un
principio, decía no extrañarme, porque desde aquel momento me llevaba en su
corazón, y afirmaba que estábamos unidos por hilos invisibles... En los dos años
posteriores a la muerte de mi hermano, nunca dejó de llamarme cada noche.
Siempre supo todo lo que me pasaba, todo lo que me tocó transitar.
A los siete días de
regresar del viaje fue la internación.
-¿Entonces vos considerás
que esa internación fue innecesaria? -me preguntó Claudia, como dudando de mi
postura.
-Sé que estaba muy
acelerada pero yo había justamente viajado a Mar
del Plata por eso, para
descansar en lo de mi amigo Fer. Quería caminar, caminar para descomprimir,
para pensar. Para cesar de pensar. Empecé a tener encuentros
muy simbólicos. Era como si estuviese más despierta... Hubo una iglesia, un auto
blanco y una rama. Me apuntaron y me dijeron "si hasta ahí lo había ido
a buscar". Hubo alguien que también
me zamarreó y me preguntó si me había arrepentido ya... La empleada del locutorio
de la terminal se llamaba Gloria, me dio una lapicera que un chico "muy
apurado y angustiado" le había dejado para mí... Era la misma lapicera que
Gabriel y yo, uno de los integrantes de la banda, usábamos siempre... Logré desde un locutorio
escribirle a Álvaro y contarle lo ocurrido. Algo muy fuerte ya nos unía. Al entrar al casino, el
señor de seguridad me dice: "con el día que pasaste, piba, hoy la banca
la hacés saltar". No era fácil mantener la cordura.
-No, me respondió
Claudia.
-La noche había entrado
hacía varias horas. Seguí caminando, no encontraba disponibilidad en ningún
hotel. Caminaba y veía
claramente hacia adelante, hacia atrás... Comprendía todo, pero
necesitaba descansar. ¿Hola?, me dijo un hombre
joven por la calle. Hola, le respondí yo. ¿Necesitás algo?, me
preguntó. Un locutorio abierto y
además no tengo monedas, le contesté. Yo te presto, me dijo, y
fuimos hacia un kiosco con locutorio a llamar a mi mamá. Me pasaba que a todos los
reconocía mirándolos fijo a los ojos, y así sabía si me estaban diciendo la
verdad. Hasta el momento no había errado. Confié y me dejé
acompañar. No encontraba casas de
cambio abiertas, tenía solo cincuenta euros. Para ese entonces todavía estaba
en la embajada. Mi mamá solo gritaba y
lloraba .Era imposible explicarle algo. Es ahí cuando confiando
en los ojos de aquel hombre decidí aceptar, subir a su departamento y esperar
hasta el horario del próximo ómnibus a Buenos
Aires. Sé que fue algo inconsciente de mi parte... Sin embargo en medio del
llanto de mi madre, creí escuchar que mi hermano ya había partido para Mar del Plata en mi búsqueda. No era simple
explicarle las coordenadas, para que me pudieran ubicar. En Mar del Plata la mayoría de las calles no tienen
nombre. Eso le intenté aclarar. Pero no me escuchaba, solo gritaba. Cuando sonó el timbre del
departamento de este hombre, lo último que le escuché decir fue "tu
familia te va a traicionar, no digas que no te avisé". Abrió la puerta
y eran: mi hermano, su novia y la policía. Me asusté muchísimo. Comencé a
temblar. No comprendía nada. Yo había tomado un día de
vacaciones más, no era que pensaba faltar al trabajo, que estaba perdida, por eso ese lunes había
decidido pasarlo en Mar del Plata, que podía ofrecerme mucho más que la ciudad. En vano y tal vez
verborrágicamente, intenté poner a mi hermano y a Laura al tanto de todos los
hechos. No valía la pena. Por
todo era acusada conmigo misma. Temía por esa ruta de
regreso. Ya eran varias las desgracias... Quizás por eso les
hablaba, les contaba detalladamente todo. Pero claro, para ellos
que tan poco conocían de mi vida, ese todo pasó a ser una fábula. ¿Quién es Fernando?,
¿qué es eso de que escribís?, ¿cómo que estás en contacto con la madre de ese
tipo?, se refería a Jorgito. Te dejó así la psicosis de Claudio, aseveró mi
hermano con la aprobación de su novia psicoanalista. Claudio, justamente
Claudio, el ser que más he amado. Desde los dieciocho años. Desde que fue mi
médico, el de mi nona, mi marido. Tanto más... Yo era inocente. Era
víctima del padecer que me inventarían. A partir de ahí fue el
horror, el encierro, rodeada de almas desoladas, sin rumbo, con miedo a todo. A
la vida misma. Aliento químico,
anfetamínico, inventado para vendernos felicidades exógenas. Sin embargo, a pesar de
que mi imagen se desdibujaba ante la existencia de un diagnóstico erróneo que
mi familia apoyaba, existía la promesa de un después: retomar las riendas de mi
propia vida. Cuando las toman por nosotros no es simple y para mí tampoco lo
fue. El encierro hermana, y
después se sienten las ausencias. ¿Sería muy difícil
desembarazarse de tanto rótulo, de tanta etiqueta adquirida? ¿Volvería a confiar en mí
misma? Muchos ahí dentro
pensaban en la muerte como única salida. Cada despertar era un
tormento. Bastaba con un primer
paso para avanzar, porque no avanzar también era retroceder.
-Por hoy es suficiente,
gracias. La próxima vez hablaremos de lo que pasó en "Moravia", y por qué si no coincidís con el
diagnóstico, el episodio se repitió - cerró la sesión Claudia.
No la dejé terminar.
Urgía defenderme.
-El episodio no se
repitió. Eso solo fue lo que dijo mi familia. Yo estaba rindiendo diez
exámenes. Diez. Tenía toda mi energía
puesta en eso. Estaba obteniendo excelentes notas. Eso también lo tomaron como
síntoma de manía. Estudiaba todo el año, cada tarde. No me hacía falta ni repasar
para los finales. No entendieron nada. El
estado de estrés en el que yo estaba cuando llegó la ambulancia, era por el
maltrato de mi hermano. Me encerró apenas entró. No quiero detallarte el resto.
Ya lo sabés, Claudia. Estaba tan feliz. Casi
llegaba a mi meta. La mitad de la carrera totalmente aprobada.
Entre medio del caos que
fue mi casa hasta que llegaron los enfermeros, porque ni un médico vino,
Nicolás telefónicamente, me decía que no me podía atender ese mismo día.
Que no me podía evaluar. Que hacía dos años que no me veía. Y mi familia
decidió no esperar. ¡Yo le supliqué tanto,
Claudia!
Sin embargo, continuó
negándose. Recuerdo que le dije, ya sabés que me van a internar, y sabés
también los dos años que me costó salir adelante la última vez cuando mi médico
eras vos. Pero nada. Su no era
rotundo. Me ofreció un turno para el lunes a las diez de la mañana. Era
viernes. Era tarde.