Hace muchos pero muchos años, allá por el noventa y uno, mientras a mi rutina la condicionaba un trabajo y la facultad, supe por primera vez de qué se trataba eso de asfixiarse aunque estés en medio del verde, o bien sentir que vas a una velocidad que no es la real. Algo así como ir más rápido cuando nuestro paso es lento, o viceversa. Y tanto más.
Entrar a un espacio cerrado y sentir que todo gira, marea. El ahogo podía darse en medio de mi ya entonces "Patagonia de las hadas", en mi clase de geografía universal (mi materia favorita), o bien en el ámbito laboral de aquel entonces. Un espacio que amaba tanto como dañaba. Dolía el dolor. Vida y muerte allí no eran sólo dos palabras. Ameritaba tener emoción cero, el andar calmo. Pero esa especie de síndrome de la perfección, de autonomía, de la capacidad de acción inmediata, que me caracterizó siempre, aceleraba el ritmo.
Más de un mal intencionado (o sincero en alta dosis) sentenció que ese malestar, ese fuera de foco, me acompañaría hasta el fin de mis días.
No han sido pocas las veces que me planteé cuanto podían haber tenido de razón con respecto al vaticinio...
Claudio, quien intentaría por todos los medios sacarme de ese entorno, argumentaría ¿cómo te sentirías si te doy una licencia en el Caribe, pero te aclaro que tengo un león atado y que terminados los dos meses, ese león te va a comer?, ¿Podría ser felíz, relajarte y disfrutar? Aquellos días, sesenta exactos días, de hecho de nada sirvieron.
Su intención -vehemente, transparente- era que pudiese por fin desprenderme del lugar que por estar definida como "ser esponja", me perjudicaba por demás.
La gente debería acudir a mi en su mejor estado, vacacionar por ejemplo (de hecho turismo era la carrera en curso). Y allí, muy por el contrario, en el mejor de los casos se trataba de un nacimiento, pero en un ochenta por ciento del riesgo de vida.
El punto fue que no me animé. Por apego, por seguridad, sumado a un sentimiento muy fuerte hacia la persona que prescribía el consejo.
De irme, dejaría de verlo. Nunca me hubiera animado a decírselo.
Tres años después, y hasta dieciseis años más tarde cuando la muerte se lo llevó, se convertiría en mi compañero, en mi alma par. El ser que más amé.
Volví, resistí, y sólo me fui cuando "su secuestro inminente" me impidió volver. Comenzamos una vida juntos.
Ya son tres las veces que ocurre lo mismo en el lugar que me prostituye desde hace más de una década. El que impidió mi regreso a Patagonia, y que nuestra historia continuase en espiral y no circular. Tres las veces que por distintas razones necesité indefectiblemente alejarme.
No sabés el nudo de estos ciento ochenta días. Seis meses donde "el león atado" tenía fecha de excarcelación. Medio año que me llevaría por distintas rutas, sueños, proyectos de cambio, que hoy vuelvo a ver tan lejos. Como si todo hubiese conspirado para que así fuese. No sabés cuánto intenté adivinar, intuir, qué hubieras dicho esta vez.
Fue mucha la compañía, tantas las distancias, la suma de opiniones, y el laberinto propio y solitario. El mismo que hasta hace menos de dos días no encontraba el centro, y volvía a sumergirme en un abismo sin retorno.
Redescubro que la llave maestra consiste en no previsualizar, en no alejarme de la realidad. En mi caso personal, fomenta la utopía. Lidiar siempre con hechos concretos. Dejar ser. Tener la certeza que toda confusión, toda agitación, no es nuestra.
Somos luz, brillo, y aquello que nos opaca, simplemente no nos pertenece.