Historia de un hechizo (chapter ten)

Rochies ya vivía en su cabaña palermitana. Cada día y a modo toc, ella iba logrando que su hogar -como más tarde dirían muchos- se convirtiese en lo más parecido a una casa de decoración...

En aquel momento y por las vueltas de la vida ella trabajaba en el ambiente inmobiliario (de ahí que se adjudicó el karma de buscarle depto a los conocidos y a los no tanto también). Su jefe decide otorgarle más días de los que le correspondían por holidays y ella emplearlos predeciblemente en Patagonia; la de las hadas, y no la otra of course.

Llegar a su pueblito, a su lugar, después de casi cuatro años la hizo sentir que jamás lo había abandonado. El re reconocimiento de la zona no implicó demasiado tiempo y pronto resolvió, lo que hasta antes de arribar dudaba, comunicarse o no con R.

La respuesta vino así, como siempre. Sanmartincito en mí logra eso; puedo llegar ahí invadida de vacilaciones y temores -de ambivalencias por demás- pero transcurrido el par de horas, la energía fluye cósmicamente y todo lo que desde la jungla de cemento se percibía como engorroso y tensionante desaparece, y ese “dejarse llevar” acarrea que los acontecimientos ocurran con naturalidad.

La propuesta de la noche mapuche era más que atractiva. El encuentro espontáneo y sin almidones. Las charlas memorables. Todo en el marco de la música de Huerquen que aún hoy a la distancia hacen que recuerde aquella noche entre lo mejor de lo vivido.

Huerquen me transportó. El lugar conspiró. Un error de comunicación hizo que no fuese esa, la primer noche compartida...

Al día siguiente el plan consistió en recorrer estancias indígenas. Nunca y hasta muchos años después supe cuál era el nombre del lugar hasta el que logramos llegar, o hasta el lugar donde me logró llevar.

Una traffic llena de pasajeros (sus pasajeros) que no significaron impedimento alguno. La excusa de llevarles una trucha para la cena bastó para conformar, dejándolos acompañados por un guía / chofer (ocurre muy seguido por aquellos lares que los nyc hagan las veces de todo).

El camino era en bajada, estilo embudo, no menos de cuatro horas de trayecto total, hasta desembocar en un pozo que cerraba un mágico río. Casi sin salida. Mirar hacia arriba era mirar el final de la espiral, formada por paredes de acantilado, cubiertas de bosque.

Ya en el trayecto la química era irrefrenable, indisimulable. Sin embargo, Rochies en ese arte del que es experta –vacilar- prefirió no reparar en el detalle.

El paisaje perfecto, el lugar justo, un encuentro tantos años demorado.

Gracias a mi primer puesto en el ranking “boludez total” aún portaba mi alianza, la alianza de C, del que ya hacía ocho meses estaba separada.

C había entrado en contacto con mi madre y de ahí que estaba al tanto de mi estadía en San Martín, y de ahí que decida pilotearse una avioneta y llegarse hasta el lugar.

Rochies, ya al tanto del detalle, pero desconociendo horarios y tiempos, no se permitió ni fluir, ni entregarse como si quería o como aún no sabía si quería. Pila de intentos, miles de sí pero no, o simplemente de muchos no pero sí...

La escena -que no pienso describir- fue lo más parecido a una en particular de la película “Cenizas del paraíso”; así tal cual ...

Donde mi cabeza no cesaba de preguntarse por qué justo eso, horas antes del reencuentro con C. Por qué justo ahí, si en Bs As no había siquiera mirado ni pensado en otro que no fuese C. Cómo entregarme por primera vez a otro que no fuese él...

De ahí que todo fuese a medias. Hecho que no impidió que antes de alcanzar nuevamente a los abandonados pasajeros de la traffic, R hiciese “propuesta matrimonial”. Así, sin preámbulos, ya que según él no había dudas de que nuestro encuentro no había sido más que incomprensiblemente demorado.

No acepté. Nunca sabré como hubiera sido, si hubiese sido.

Los años demostraron muchas nuevas facetas de R , con las que no se si hubiese podido lidiar. Tampoco sabré jamás si esas facetas hubieran aparecido de haber sido mi respuesta un sí. Dicen los que saben, que sí, que sin dudas...

C se vuelve a Bariloche después del desencuentro, dejando una mochila indígena tejida a mano, repleta de pétalos de rosa y una carta donde veneraba todo lo vivido; juraba amor eterno, y rememoraba nuestros vuelos a Martín García (uno de sus principales hobbies locales) más un teléfono adonde contactar.

Esa carta, ese bolso –con un par de mis ex pertenencias, cuidadosamente elegidas- hicieron que me sintiese aún más segura de rechazar esa posibilidad de futuro con R. El ni siquiera visualizarlo, lo impedía indefectiblemente. Los compromisos crediticios, para con mi recién inaugurado deptito palermitano también y si creemos o intentamos creer que todo fue por algo elijo creer que esa decisión, en la que no vacilé, lo fue también.

Continuará