Nicolás
tenía su consultorio en la calle Sucre,
en el barrio de Belgrano.
Su gato era testigo de todas nuestras sesiones, el único gato que no me trajo
alergia en toda mi vida. El gato participaba. No me acuerdo su nombre.
Al
poco tiempo mudó el consultorio a Coghlan.
Tendría desde entonces una hora y media de viaje en el colectivo 67, desde la
salida de la embajada.
Me
había dado el alta para trabajar, a veinte días de la salida de la clínica. Cada vez era un desafío. Ignoraba si iba a poder lograrlo...
Del consultorio a mi casa eran ochenta cuadras exactas. Desde el comienzo
todos mis regresos fueron a pie. De paso, al ingresar a casa, ya era la hora de
dormir y de tomar por fin la medicación.
No
toleraba mi casa estando sola.
No
sabría explicar miedo a qué le tenía. Me lo preguntaron tantas veces...
Solo
podía responder que a mí misma, a mi estado, al ping pong de mi cabeza, a la
repetición...
Me
quedaba quizás una canción o una palabra en la memoria, y no cesaba de
repetirla mentalmente. Aparte de los temblores, apenas atravesaba la puerta.
"No
te apures, no te apures, no hay donde llegar", cantaba Lerner por
ejemplo. Llegué a odiarlo...
Empecé
a reunirme con un grupo de budistas los días miércoles. Me ayudaron mucho, pero
no lograba meditar.
Martes,
jueves y sábados iba a lo de Nicolás. Los sábados iba y volvía caminando.
Continuaba siendo mi mejor terapia y se lo manifestaba.
Lo
peor de todo era que había perdido los placeres. Ya nada me interesaba y no
podía recordar siquiera cómo algo me había interesado antes.
Así
comenzaron los consejos de todos ¿No te gusta tejer? ¿Hacer cerámica? ¿Pintar?
¿Hacer crochet? ¿Ir a los hospitales a cuidar chicos o ancianos?
La
gente intentaba ayudar y yo me desmoralizaba más aún. Nada me atraía. Pero como
decía Nicolás, nada de eso me había apasionado tampoco antes. ¿Por qué sí
ahora?
Él
intentaba que yo recuperase algo por mínimo que fuese: escribir le dije, pero
no se me ocurre escribir más que de este laberinto donde me hallo perdida, sin
siquiera vislumbrar una salida...
Claudio
no se había reportado durante toda la internación y tampoco después. Era
extraño, porque a pesar de nuestra despedida en Buenos Aires aquel ocho de mayo, nos habíamos
seguido comunicando telefónicamente. Yo testeaba que continuara con su dieta
crudívoro vegetariana que, como él afirmaba, le haría también eliminar la grasa
de las tres arterias tapadas.
Siempre
habíamos hablado en buenos términos. No podía creer que no le hubiese importado
lo que me había ocurrido.
Justamente
él que era médico, que había sido mi médico siempre. Neurocirujano y también
psiquiatra.
Que
no hubiese viajado a verme...
Me
dolía mucho.
Gran
parte del estrés vivido, aparte de lo ocurrido con Jorgito, había sido la
estadía de él en casa, donde requería de toda mi atención en mi peor momento.
Tenía
mucho miedo. El Piportil lo había destruido. Ignoraba si iba a poder continuar
atendiendo pacientes. La medicina era su vida. Daba todo por ella y
gratuitamente.
Según
él, ser médico era un servicio, y operaban sus manos guiadas por las manos de
Dios. Eso no podía facturarse.
Nicolás
insistía con la escritura o la lectura. La lectura era aún más compleja, ya que
no lograba fijar la atención en otra cosa que no fuese solucionar lo que me pasaba.
Además me distraía, pasaba las páginas y después me daba cuenta que no había
retenido nada, que mi cabeza estaba en otra parte.
Comencé
a hacer la antesala de las consultas en la calle Nuñez, en un club de tenis que
se llamaba "El
Tejar".
Siempre
pedía lo mismo: una lágrima en jarrito y una pequeña tarteleta de frambuesa.
Comenzaron a ubicarme por eso.
Un
día Diego, quien me atendía cada vez, me dijo: "siempre la misma mesa del mismo
bar, no llores Dolores, dale. Dolores no llores, dale"...
Era
una canción muy conocida de Los
Piojos.
-Tenés
muy buena energía vos, che. Les debes hacer muy bien a tus amigos - agregó.
Yo
no podía creer que alguien nuevo en mi vida, alguien que me conocía en ese
estado, lo dijera.
¿Acaso emanaba eso?
Me
emocionó, aunque quizás no fuese verdad y solo intentase levantarme el ánimo.
Parecía bien perceptivo.
Se
lo conté a Nicolás apenas entré a la consulta. Él me dejaba hablar. Creo que un
día superé las tres horas. Pasó mucho tiempo hasta que con cierta rigurosidad
ficticia me dijo que empezaríamos a acortar los tiempos. Habremos bajado a dos...
Cuando
yo le preguntaba algo, me devolvía la pregunta.
Según
decía, mi terapia era lo que yo creía, lo que yo sentía, y no lo que creyese o
sintiese él.
Sin
embargo, hubiese precisado alguna devolución.
Se
había mudado frente a un paso a nivel, y yo muchas veces cuando me iba mal,
enojada o llorando, le decía que tal vez mi destino sería igual al de mi
hermano.
Nunca
lo asusté, o por lo menos no lo demostró.
Ignoro
si es que no confiaba en mis amenazas.
2 comentarios:
"y ves que esta tristeza no puede ser, que algo mejor tiene que haber..." Esta parte tiene rincones muy buenos: el ping-pong en la cabeza, el gato que participa en la terapia,la dieta crudívoro vegetariana, y lo importante, ese no poder animarse, ese terrible no poder leer que me recuerda a una poeta rusa, Marina Tsvetaeva, que decía, para expresar su tristeza de la forma más triste, que el pan no le sabía. En fin, que la tristeza que usted describe, es también hermosa. Feliz Navidad, Rossina.
Tres horas hablando?
Yo me pego un tiro si tengo que escuchar a alguien durante tres horas.
Besos.
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