23 de diciembre de 2014

La doble identidad (parte IV)

Nicolás tenía su consultorio en la calle Sucre, en el barrio de Belgrano. Su gato era testigo de todas nuestras sesiones, el único gato que no me trajo alergia en toda mi vida. El gato participaba. No me acuerdo su nombre.
Al poco tiempo mudó el consultorio a Coghlan. Tendría desde entonces una hora y media de viaje en el colectivo 67, desde la salida de la embajada. 
Me había dado el alta para trabajar, a veinte días de la salida de la clínica. Cada vez era un desafío. Ignoraba si iba a poder lograrlo...
Del consultorio a mi casa eran ochenta cuadras exactas. Desde el comienzo todos mis regresos fueron a pie. De paso, al ingresar a casa, ya era la hora de dormir y de tomar por fin la medicación.
No toleraba mi casa estando sola.
No sabría explicar miedo a qué le tenía. Me lo preguntaron tantas veces...
Solo podía responder que a mí misma, a mi estado, al ping pong de mi cabeza, a la repetición...
Me quedaba quizás una canción o una palabra en la memoria, y no cesaba de repetirla mentalmente. Aparte de los temblores, apenas atravesaba la puerta.
"No te apures, no te apures, no hay donde llegar", cantaba Lerner por ejemplo. Llegué a odiarlo...
Empecé a reunirme con un grupo de budistas los días miércoles. Me ayudaron mucho, pero no lograba meditar. 
Martes, jueves y sábados iba a lo de Nicolás. Los sábados iba y volvía caminando. Continuaba siendo mi mejor terapia y se lo manifestaba.
Lo peor de todo era que había perdido los placeres. Ya nada me interesaba y no podía recordar siquiera cómo algo me había interesado antes.
Así comenzaron los consejos de todos ¿No te gusta tejer? ¿Hacer cerámica? ¿Pintar? ¿Hacer crochet? ¿Ir a los hospitales a cuidar chicos o ancianos?
La gente intentaba ayudar y yo me desmoralizaba más aún. Nada me atraía. Pero como decía Nicolás, nada de eso me había apasionado tampoco antes. ¿Por qué sí ahora?
Él intentaba que yo recuperase algo por mínimo que fuese: escribir le dije, pero no se me ocurre escribir más que de este laberinto donde me hallo perdida, sin siquiera vislumbrar una salida...
Claudio no se había reportado durante toda la internación y tampoco después. Era extraño, porque a pesar de nuestra despedida en Buenos Aires aquel ocho de mayo, nos habíamos seguido comunicando telefónicamente. Yo testeaba que continuara con su dieta crudívoro vegetariana que, como él afirmaba, le haría también eliminar la grasa de las tres arterias tapadas.
Siempre habíamos hablado en buenos términos. No podía creer que no le hubiese importado lo que me había ocurrido.
Justamente él que era médico, que había sido mi médico siempre. Neurocirujano y también psiquiatra.
Que no hubiese viajado a verme... 
Me dolía mucho.
Gran parte del estrés vivido, aparte de lo ocurrido con Jorgito, había sido la estadía de él en casa, donde requería de toda mi atención en mi peor momento.
Tenía mucho miedo. El Piportil lo había destruido. Ignoraba si iba a poder continuar atendiendo pacientes. La medicina era su vida. Daba todo por ella y gratuitamente.
Según él, ser médico era un servicio, y operaban sus manos guiadas por las manos de Dios. Eso no podía facturarse.
Nicolás insistía con la escritura o la lectura. La lectura era aún más compleja, ya que no lograba fijar la atención en otra cosa que no fuese solucionar lo que me pasaba. Además me distraía, pasaba las páginas y después me daba cuenta que no había retenido nada, que mi cabeza estaba en otra parte.
Comencé a hacer la antesala de las consultas en la calle Nuñez, en un club de tenis que se llamaba "El Tejar".
Siempre pedía lo mismo: una lágrima en jarrito y una pequeña tarteleta de frambuesa. Comenzaron a ubicarme por eso.
Un día Diego, quien me atendía cada vez, me dijo: "siempre la misma mesa del mismo bar, no llores Dolores, dale. Dolores no llores, dale"... 
Era una canción muy conocida de Los Piojos.

-Tenés muy buena energía vos, che. Les debes hacer muy bien a tus amigos - agregó.

Yo no podía creer que alguien nuevo en mi vida, alguien que me conocía en ese estado, lo dijera.
¿Acaso emanaba eso?
Me emocionó, aunque quizás no fuese verdad y solo intentase levantarme el ánimo. Parecía bien perceptivo.
Se lo conté a Nicolás apenas entré a la consulta. Él me dejaba hablar. Creo que un día superé las tres horas. Pasó mucho tiempo hasta que con cierta rigurosidad ficticia me dijo que empezaríamos a acortar los tiempos. Habremos bajado a dos...
Cuando yo le preguntaba algo, me devolvía la pregunta.
Según decía, mi terapia era lo que yo creía, lo que yo sentía, y no lo que creyese o sintiese él.
Sin embargo, hubiese precisado alguna devolución.
Se había mudado frente a un paso a nivel, y yo muchas veces cuando me iba mal, enojada o llorando, le decía que tal vez mi destino sería igual al de mi hermano.
Nunca lo asusté, o por lo menos no lo demostró.
Ignoro si es que no confiaba en mis amenazas.

2 comentarios:

Mario Gómez dijo...

"y ves que esta tristeza no puede ser, que algo mejor tiene que haber..." Esta parte tiene rincones muy buenos: el ping-pong en la cabeza, el gato que participa en la terapia,la dieta crudívoro vegetariana, y lo importante, ese no poder animarse, ese terrible no poder leer que me recuerda a una poeta rusa, Marina Tsvetaeva, que decía, para expresar su tristeza de la forma más triste, que el pan no le sabía. En fin, que la tristeza que usted describe, es también hermosa. Feliz Navidad, Rossina.

TORO SALVAJE dijo...

Tres horas hablando?

Yo me pego un tiro si tengo que escuchar a alguien durante tres horas.

Besos.

 
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