Era
noviembre. Catorce de noviembre. Siempre recordaré esta fecha. Fue muy
especial. Podría haber sido un comienzo, después de tanto, pero no lo fue. Es
una fecha de los dos, solo de los dos.
La
rutina ya había invadido el pesar que me acompañaba desde aquel dieciséis de
abril en que una voz en el teléfono me había anunciado lo peor. Lo más
inesperado. La partida de mi hermano del alma. Mi par. Mi mejor amigo.
Nos
habían robado veintinueve años, pero desde el día que nos vimos por primera vez
había sido así: un afecto recíproco e incondicional. Sin ocultamientos ni
reproches.
Los
reproches que teníamos era para con los otros, para con los que nos habían
ocultado la verdad durante tanto tiempo, sin saber seguramente cuán trágico
final depararía tanta mentira.
No,
seguramente lo ignoraban. En esta historia mucho sufrieron varios, pero jamás
imaginaron cuánto tocaría llorar después.
No
solo éramos hermanos, y lo habíamos ignorado. Éramos almas gemelas.
Ninguno
de los dos necesitaba decir las cosas: nos intuíamos, nos percibíamos, nos comprendimos en todo desde el primer día.
Él
hacía doscientos ochenta kilómetros en un día para verme. Vivía en Luján. Yo en Palermo.
Mucho me insistió él para que no solo me liberase de la prisión de tantos años de
embajada, sino de la ciudad. No podía comprender que aún la tolerase.
Tenía
planeado vivir en Carlos Keen.
Más lejos aún del bullicio.
Su
vida fue la música...
El
carisma le permitía manejar multitudes, coordinaba varios de los pubs de la
zona.
Amaba
las motos, a pesar de un accidente que lo tuvo en coma en el año noventa y
tres.
Yo nunca lo hubiera sospechado. Sin embargo, cuando la mamá de él intentó comenzar
a hablar aquella mañana de abril, yo ya lo sabía... Le rogué no lo
dijese: "Se fue a buscar un tren", en medio del llanto. "En
moto". "Fue en General
Rodríguez".
Juramos vernos, conocernos, pero para mí se detuvo el mundo. No sabría siquiera si
terminada la comunicación, podría mantenerme en pie. No veía el futuro.
Mientras
tanto, mi jefe me pide unas tazas de café para una importante reunión
de exportadores italianos. Extrañamente no me temblaba el pulso, a pesar de que
temblaba entera.
No
dije ni una sola palabra en mi ambiente laboral. Tampoco hubiera sabido cómo
hacerlo. Ni yo aún lo creía.
Lo
llamé primero a él, a Ciru. Mi hermano lo adoraba y era recíproco.
Solía
definirlo como a la persona que le dejas un millón de dólares sobre la mesa
para que te lo cuide, y te devuelve un millón y uno...
Él
se ofreció a ir a buscarme. No era partidario bajo ningún concepto, de que me
quedase cumpliendo el horario hasta el final. Me llamó varias veces durante el
transcurso del día. Supuse que testeando mi estado.
En
segundo lugar me comuniqué con mi amiga Patrisac.
Ambos
estaban esperándome en casa cuando regresé de la embajada.
Cenamos los tres, charlamos mucho, y yo me fue a dormir tranquila. Ellos, mis amigos,
temían por mi insomnio. Lo había sufrido varios años atrás.
No
era negación, simplemente presentía que podría descansar, y ante cualquier
imprevisto, sabía que podía recurrir a ellos.
A
las cuatro de la mañana me desperté de un salto.
Jorgito
ya no estaba. No lo había soñado. Era verdad. Jorgito estaba muerto. Muerto.
Jorgito había decidido abrazarse a un tren.
¿Él?
¿Justamente él que era un canto a la vida? Que siempre había tenido la palabra
justa, los pensamientos tan claros...
También
recordé que era muy drástico. Nunca volvía atrás en sus decisiones.
Intenté recordar el último encuentro, el último llamado...
Había
sido un mensaje de texto en varias partes, donde me pedía tiempo para volver a
disfrutar juntos de la vida. Los amigos y los hermanos son para el disfrute, me había dicho. De este mal trance saldré solo, me estoy replanteando mi vida,
solo eso. Creo que me vengo equivocando mucho y con mucha gente. Necesito
"amotinarme", hermanita...
No lo pude entender, pero lo acepté. Hubiera querido estar, acompañarlo.
Yo por el contrario siempre recurro a los pocos y buenos amigos en los malos
momentos.
No
logré conciliar nuevamente el sueño.
A
las siete de la mañana contacté a mi jefe, le dije que mi hermano había muerto
en un accidente de moto. No me atrevía a decir "suicidio".
Tampoco me comprenderían más, por contar toda la verdad. Le pedí dos días.
2 comentarios:
Siempre me pareció una cosa fascinante y extraña esa capacidad que tienen algunos de entenderse sin hablar, esos vasos comunicantes ocultos, y eso que yo también usé de esa manera de comunicación. Seguiremos esta serie, si me permites, es difícil no hacerlo.
Me da mucha pena.
Mucha.
Inmensa pena.
Besos.
Publicar un comentario