9 de febrero de 2015

La doble identidad (parte XIX)

En aquella tarde de abril, nada anticipó el encuentro. 
Pudo tratarse de instantes; efímeros, que no pasarían a transformarse en recuerdo. Sin embargo, participaste de mi amor a primera vista por aquellos ojos azules; la mirada del maestro Benedetti, me surgió decir, y el aire de Pepe...
Inmediatamente lo llovieron las lágrimas, y emocionado me rogó que no dejase de llamarlo en mi próximo viaje a Montevideo.
Vos te acercaste, a salvarme de mi ignorancia, y a contarme quién era. Fue en el Patio de los naranjos.
Es ahí cuando le imploro; nada lo eximiría de llevarme con él a su paisito anaranjado...

- ¿Anaranjado por qué?
- El maestro decía que era verde, pero para mí siempre fue anaranjado. Por los atardeceres de Casa Pueblo, de Punta del Diablo.

"Montevideo era verde en mi infancia
absolutamente verde y con tranvías
y el Prado con caminos de hojas secas
y el olor a eucaliptus y a temprano"
                                    Mario Benedetti

La noche permanece imborrable, en los jardines de otra embajada. Yo llevaba un bolso de tela blanco con un corazón negro que decía "L'amour foux".
A la mañana siguiente empezaban las jornadas que nos ocuparían casi veinte días. Y aquel, desde sus ojos color cielo, me daba la bienvenida. Repite que para él seré inolvidable. Respondo que no me podrá olvidar porque me tendrá muy cerca siempre.
Los días transcurrieron afanosos; la pasión unánime, el placer desmesurado. Laberinto de deleites borgeanos. Encuentros desde siempre. Y así, me alejaba de mi vida de hacía tanto para acercarme a ellos, que parecían llegar por vez primera y sin embargo, los sentí cuánto más cerca.
En cinco días ya era otra, otra que no olvidaba a la anterior, pero que se sabía fuerte y segura. Determinada. Al fin entera. 
Los mensajes del alma sonaban a modo de mantra. Daban la energía para continuar, segura del camino incierto. 
El día anterior a aquella tarde, había estado con vos, hermanito; con vos y tu Carlos Keen, cuando de nuevo los colores del cielo se parecieron a los nuestros, y el restaurant 1800 y tu casa blanca ya no dolieron. Había ido a plantarte un jazmín.
Pero todo comenzó después de Tigre. No supe escaparme, quizás no quise, tal vez era mucho el dolor del destrato, de mi sueño; el nuestro, depositado en vos; de la esperanza que comenzaba a hacerse añicos por tu distancia insondable que ni siquiera quisiste fingir. 
Tres conciertos dieron marco a esos días. 
Nada hablaría del después, de aquello que quisiste no tuviese pasos de comedia ni de drama. 
Sopesaban las miradas. La desaprobación, el desconcierto o la envidia. Jamás lo supe.
En medio del caos estuviste lejos.  Sí, ya sé que interpreté mal, que nada más lejano a vos que querer distanciarte. Lo sé y quizás fue verdad.  Acaso nos aferramos a lo que sentimos más nuestro. Necesitamos hacer pie en algo cuando todo tambalea, y sentir tu distracción, sufrir tu ligereza y olvido. Fue mucho.
Porque tu parecer no definiría, ni el tuyo tampoco, pero precisaba saber que algo, de todo lo que me había rodeado había sido real. Verdad. Porque en el medio del laberinto, nos encontramos más solos, menos contentos. Certeros de la unidad. 
La causalidad quiso que aquel día de junio, mucho después de tanto, del amanecer que nos reconcilió en primavera y nos alejó sin duelo ni señal; un bar, una ventana y una tarde, te viera. Y fue verte y saber que aún importaba el pasado compartido, y que la añoranza se adueñaba del presente. Porque es continuo pero no es contundente, porque en él somos, pero en el otro fuimos y seremos. Porque somos todo aquello que hemos sido, mucho más que en la inercia, mucho más que en este instante perecedero...
Y la magia de la casa de Victoria en Palermo, de los manuscritos de Camus, de los retratos de Drieu, y los programas de la Pleiade; de Callois y Borges juntos, de Julio, y era otoño, un poco gris; era de tarde ya, y la exigencia del último mes había sido extrema. Diez llamadas en treinta días no es apto para todos los cerebros. Sin embargo fue posible, había salido ilesa,  y esa mañana la coronaba el Delf -nada más en sintonía- confirmando una vez más, mi amor incondicional por esa lengua con la que tanto costó lidiar en los comienzos, cuando a los seis años, el azar quiso que, ineludiblemente me zambullese en ella.
Vibré en la frecuencia exacta. Sentí que ese era mi momento y mi lugar en el mundo.
La tarde también trajo recuerdos de una década pasada. Las calles de Palermo Chico, hablan; me hablan. La casita verde, la patisserie, la terraza al río, los tés en el Metropolitano...
Volvimos a casa. Volviste para irte. No supiste ver que no importaba. Que el afecto y el reencuentro era más importante que el momento, que el supuesto revés. 
Tal vez te malograste. Busqué defenderte y no;  fallaste en tu contra.
Quedé desprovista e incompleta, mirando hacia adelante. Vacilante. Nada afirmaba los verdaderos porqué. 

1 comentarios:

TORO SALVAJE dijo...

Te hablan esas calles porque todavía las caminas.
Aunque no estés.

Besos.

 
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