18 de diciembre de 2014

La doble identidad (parte II)

A la mañana siguiente comencé a limpiar fanáticamente lugares recónditos. No paraba de hacerlo. Así comenzaron a aparecer las primeras lágrimas. Hasta entonces no había llorado...
Fue un llanto agudo e intenso. El ahogo no me permitía respirar.
Me compuse a medias cuando llegó mi ex cuñada, Mariela. Me molestó que no viniese sola.
Tuve que fingir ante una desconocida, y Mariela no es lo que se dice atinada en estos casos. Toma la muerte con demasiada naturalidad, pero no deja de haber además una cierta incomprensión, un cierto morbo relacionado con el tema.
Continué llorando apenas partieron, y hasta que llegó Luciano, mi entonces mejor amigo. Ya no estaban ni Alessandro, ni Franck, ni Lucianita. Tantos habían regresado a Italia. Tan sola me habían dejado...
Luciano sí supo sacarme del estado y hasta me hizo sonreír.
Eran pocas las personas que iba eligiendo para contarles lo acontecido. Así lo sentía.
Me prioricé en eso, aunque después mis más allegados me lo reclamasen.
Mi hermano menor, al enterarse, tuvo un comentario "poco afortunado". Hoy, años más tarde, puedo quizás perdonarlo, pero olvidar jamás...
Lo mismo ocurrió con mi madre, donde los años transcurridos no han hecho más que permitirle crear la historia que a ella más la favorece, y niega con vehemencia el vínculo.
María Gracia, a la mamá de Jorgito, comencé a frecuentarla bastante durante algún tiempo, pero la relación viene y va...
Ha solido argumentar que el parecido con su hijo, con mi padre la impresionan y que la moviliza mucho verme, o que a su otra hija le molesta que nos encontremos.
Su mamá vive en la casa que Jorge dejó casi armada para ser feliz. Donde soñaba tener varios chicos, muchos perros y un único amor.
No sabía negarse a la variedad de mujeres que lo rodeaban, pero deseaba con el alma encontrar una que fuese la definitiva compañera. Muchas veces me lo supo confesar, con lágrimas en los ojos.
Los días continuaban su curso. Simultáneamente había regresado Claudio, mi pareja, a Buenos Aires.
A él también le había dicho que se había tratado de un accidente, ya que no se encontraba nada bien anímicamente y solo había querido estar nuevamente al lado mío. Habíamos vivido meses de separación, y decidí ocultarle la verdad, la del suicidio, porque temía por la vida de él. Quizás le estaría dando una idea...
Sin embargo, en la convivencia, se hizo difícil continuar negando la realidad.  Él sospechaba que algo ocurría ante la cantidad de llamados que yo recibía, de los que paulatinamente se iban enterando...
A mis amistades solo les preocupaba mi integridad. Él había sabido ser siempre muy egoísta, y la historia llevaba para el gusto de la mayoría, demasiados años, donde los vaivenes les habían hecho ver que él no era lo que yo merecía, y yo por el contrario siempre volvía a apostar. Lo amaba de veras. Pero esta vez ya era mucho. 
Yo precisaba hacer mi duelo, iniciar quizás una terapia, tomarme mi tiempo -el que fuese necesario- y por el contrario, él volvió a ser prioridad uno: él y sus tres arterias tapadas y su negación a intervenirse quirúrgicamente, más el Piportil inyectado por los médicos de la policía de Bariloche, cuando lo encontraron en la cumbre del Cerro López "escuchando Serú Girán y mirando la luna". Cuando supieron también que había regalado escopetas a los indios para que defendiesen sus pozos de petróleo.
Toda la vida fue un místico, y solo yo lo sabía llevar...
Por esta razón todos, su hijo mayor sobre todo, coincidían en que en ese momento, la mejor compañía era yo, yo que solo necesitaba procesar de la manera más sana la muerte de mi querido hermano.
Fue un ocho de mayo cuando decidí que no tenía más fuerzas, y después de escuchar una conversación poco oportuna, donde él manifestaba sus deseos de estar en Bariloche junto a su hijo menor, resolví decir basta. Basta como nunca.
Por momentos sentía que era mi hermano el que me estaba enviando las fuerzas, el coraje.
Nos despedimos con un "Gracias, perdón y no me odies", dicho por él.
A pesar de los quince años juntos, aún no me conocía. Jamás hubiera podido odiarlo. 
No lo acompañé al aeropuerto. No lo hubiera podido ver partir.
Luego de la despedida comencé a organizar un viaje a Mar del Plata. Tenía un amigo allá, solía pasarla muy bien con él.
No fue sin embargo esta vez ni el mejor lugar ni la compañía justa.
Yo me dedicaba a caminar mucho durante el día. Las noches eran interminables. Volví a tener problemas para conciliar el sueño y no me había puesto en manos de ningún médico para que me recetase algo.
Comenzaron los malos entendidos.
El primero, no haber comunicado a mi familia el viaje, pero tampoco acostumbraba a hacerlo.
Esto dio lugar a grandes fantasías.
Nada sabían tampoco de mi amigo de Mar del Plata, ni de la intención del viaje.
¿Para qué? si no habían podido siquiera comprenderme en el peor momento de mi vida. Y además había tenido que tolerar la ironía.
Que nunca hubiesen aceptado a Jorge, no significaba que no pudiesen entender mi dolor. Y así fue. No lo entendieron.
Solo entendieron que estaba mal, muy mal, y que estaba desvariando, que había que ir urgente a Mar del Plata.
Llegaron con la policía. Mi hermano me había buscado con una foto por toda la ciudad.
Yo intentaba explicar que solo había viajado para descansar y alejarme un poco de lo ocurrido.
No hubo forma de que me comprendieran. Durante la ruta de regreso no cesé de hablar, de explicarles.
Era muy temprano cuando llegamos a Buenos Aires. Ingresaron una persona en el departamento que no comprendí quién pudiera ser. Después lo supe: un tal Pablo.
Solo estaba preparando un té para mi entonces cuñada (psicoanalista) y un baño de sales para mí.
Precisaba dormir. ¿Cómo podían no entenderlo? Justamente, lo que tampoco logré hacer en Mar del Plata. Caminar y dormir. Caminar buscando enterrar a mi hermano, como supe decirle a mi psiquiatra en una de las sesiones.
Fueron dos años. Dos años posteriores caminando "buscando enterrarlo"...
La persona que mi hermano y su novia habían introducido al departamento era, o se dijo, médico. Rápidamente me inyectó por la fuerza y amanecí días más tarde en un extraño lugar donde no comprendía qué había ocurrido, ni cuánto tiempo había pasado.
Se acercaron unas enfermeras a intentar convencerme de que me levantara. Hacía muchas horas que dormía. Me aconsejaron que lo mejor era ir a cenar con el grupo.

2 comentarios:

TORO SALVAJE dijo...

Uffffffffffffff

Cuanto dolor.

Sigue la pena.

Mario Gómez dijo...

A mi, más que el dolor, lo que me deja más perplejo es eso de que alguien no entienda el dolor de otro, es como duplicarlo, como levantar el peor muro. Qué narración tan directa, tan clara!

 
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